Nació un 8 de enero. Sus padres le pusieron por nombre Severino, porque así marcaba el calendario, refiriéndose a San Severino, un hombre que, según su biógrafo Eugipio, tenía el don de la profecía —es decir, anunciaba el futuro— y el don del consejo, que no escucharon los austriacos cuando les fue a predicar que serían invadidos por los “Hunos”, una pandilla de bárbaros de Hungría en esa época. La verdad que el significado y la historia de su nombre no le interesaban mucho.
Era una persona seria, austera, de fiar, con quien me gustaba conversar sobre libros, películas y personajes de la historia. De vez en vez lo bromeaba con su nombre, porque parecía un tipo “rígido”, “estricto”, pero era la persona más tolerante que había conocido hasta entonces. De todo lo que discutíamos, frente a unas estrujadas con cecina, en La Cabañita de Poza, ubicada en el número 26 de Julio Rebolledo, en la colonia Tamborrel de Xalapa, siempre terminaba por darme la razón.
“Oye, le decía, no es posible que seas condescendiente con todo y con todos”. Y él, serio, pero con una sonrisa que iluminaba su rostro, me decía: “no, verdad que no es posible”. Ambos soltábamos la carcajada. Mira, me comentó un día, mostrándome un diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, la palabra “condescender” tiene dos acepciones: “acomodarse por bondad o conveniencia al gusto y voluntad de alguien” o “aceptar o tolerar con suficiencia o desdén”. Yo prefiero la primera, añadía. Creo, remataba, que todos somos diferentes y nunca nos vamos a poner de acuerdo en materia de opiniones y por ello hay que aceptar que así somos y condescender, indicaba.
Ya encarrerado, mientras pedía unos plátanos fritos y un atole de piña, me explicaba los sinónimos de la palabra: “transigente”, “amable”, “complaciente”, “benevolente”, “indulgente”, “permisivo” y “tolerante”. ¡Qué hermosas palabras!, añadía. De ellas deberíamos aprender. Normalmente, insistía, queremos ser colonizadores de los demás, imponer nuestros criterios, nuestras ideas, nuestra visión del mundo ¡y somos tan, pero tan diferentes!, remataba.
Y en materia de religión, ¡pufff!, ni se diga, ahí, como lo hemos visto en la historia, somos capaces de matar, como sucedió con el propio Jesús de Nazareth y después, en su nombre, lo que ocurrió en Las Cruzadas. Un día, me dijo, un texto de Catón, Armando Fuentes Aguirre, me dejó con la boca abierta. Decía, al abordar este tema, que si Dios invita a una fiesta, no se va a molestar porque los invitados lleguen por los caminos que elijan para llegar. ¡Quién se enojaría! Sin embargo, muchos señalan, en una visión omniaabarcante, que sólo hay un camino, una ruta, una religión, etcétera y nada más contrario a la caridad que predicó el hombre de Nazareth.
Disfrutamos los postres exquisitos de este lugar que atiende el amigo Yarid Christfield en Xalapa y luego, con un cielo plúmbeo, que anunciaba la lluvia, nos despedimos, con la barriga llena y el corazón henchido, lleno hasta el límite de sabiduría práctica, para sortear el vendaval de diferencias de este mundo que nos tocó vivir.